Las acelgas
La anciana llega a su casa, desempaqueta las
dos plantas de acelga y mientras lava los cabos y las hojas siguiendo el dibujo de las nervaduras, recuerda a su único
hijo desaparecido a fines del '76, cuando la dictadura sin juicio previo y por
el sólo hecho de defender la democracia lo condenó a muerte.
Las lágrimas se fusionan con el chorro de agua
que cae sobre las acelgas. Se pregunta: ¿Por qué estoy viva?, su marido se dejó
llevar por la muerte a los tres años y dos días de la fecha que secuestraron a
Fernando en la fábrica de autopartes en Campana.
Desaparecido es un estadio que supera a la
propia muerte; no vaya a ser que los cuerpos enterrados dignamente puedan ser
nutrientes para la semilla de la utopía de un mundo sin injusticias.
Nada, desaparecidos, como que nunca existieron,
no tienen entidad, no están ni muertos ni vivos,
están desaparecidos. Esas eran las palabras que usaban los genocidas.
Hierve la acelga en una olla de aluminio
desgastado junto a un hueso de caracú, sólo por unos minutos para que no se
pierdan las vitaminas. Se sirve la sopa en el plato hondo que era uno de los
dos que le quedaban de un regalo de casamiento.
Mientras sorbe el insípido líquido lee la tapa
del diario que había servido de envoltorio de las acelgas, en la misma se
alcanza a ver la foto de un viejo general intentando hacerse pasar por loco
para no ser juzgado por los crímenes cometidos.
La imagen de su hijo apareció enfrente de ella
y se sentó a la mesa; la mujer toma el otro plato de la alacena y le sirve la
sopa caliente diciéndole: toma hijo, debes tener mucho frío.
Pasaron unos minutos o unas horas, que importa,
la anciana se levanta, toma el diario y despaciosamente con la serenidad que
sólo otorgan los años se encamina hacia el baño; ya hacía mucho tiempo que el
inodoro no tenía la tapa, siente una vez más el frío sobre sus arrugadas
nalgas.
Fue un acto natural, como lo requerían las
circunstancias, con las dos manos frota fuerte la página del diario.
Una amplia sonrisa llena de luz su rostro,
hacía 31 años que no tenía tan hermoso semblante, levanta el cansado trasero y apunta
directamente a la foto del que se quería hacer pasar por demente, y con mucha solemnidad se limpia el culo.
Con mucha paz se lava las manos, jala tres
veces de la cadena y allá van: el agua, las acelgas y el viejo genocida.
Vuelve a la cocina y abraza muy fuerte a su
hijo; lo alza en sus brazos y lo lleva a su dormitorio; lo arropa entre las
pulcras sábanas blancas con broderie, se recuesta a su lado besa su frente y lo
sepulta junto con su último aliento.
hmb